22/11/11

EL AMOR PUEDE SER UN GRAN IMPOSTOR

Asumimos la educación como un instrumento transformador de la vida de las personas, y casi sin excepción, el amor, como un elemento constituyente, esencial de ese propósito.
Los padres y las madres creen en este principio educativo. Los maestros y las maestras, lo mismo que los docentes de casi todos los niveles, en su mayoría, también. Hay quienes dicen que sin amor no se puede lograr un verdadero efecto educativo. Lo malo de esta apreciación, que fácilmente podríamos compartir, es que suele no ser cierta.
Aclaremos: el amor no es el responsable de la equivocación. Somos nosotros, cuando creemos que es amor lo que brindamos al momento de educar. La mayoría de nosotros pretende que las niñas y los niños se parezcan a nosotros, que les guste lo que a nosotros, que piensen como nosotros.
Fíjese bien antes de decir que no. ¿Qué les recomienda a sus hijos? ¿Qué considera bueno para ellos? ¿Cuándo le parece adecuado su comportamiento?
No hablemos del futuro. El futuro tendemos a verlo con mucho romanticismo, y decimos cosas como "me sentiré feliz con que mi hija logre sus metas" o "espero que mi hijo llegue a ser un gran hombre". Esos son los sueños y no es a eso que alude esta reflexión. Se trata sí, de mirar lo que hacemos en el día a día, en cada momento, cuando pretendemos educar a niñas, niños y jóvenes.
Es ahí, en ese puntual instante, en el que debemos darnos cuenta, y muy seguramente confirmar, que se nos sale el "¿qué te dije que hicieras?", "¿cuándo vas a aprender a hacer caso a lo que te digo?", "¿en qué idioma te hablo, que parece que no me entiendes?". Qué es eso, si no es buscar que hagan cada cosa como a nosotros nos parece?
Y todo lo vestimos de "amor": "hazme caso que es por tu bien", "hoy tal vez no lo comprendas, pero mañana me agradecerás", "¿tú crees que yo te aconsejaría algo malo queriéndote como te quiero?"
Hasta aquí, claro, podríamos creer que actuamos bien, porque, también siendo sinceros con nosotros mismos, creemos que al darles lo mejor de nosotros, estamos entregando amor. Gran engaño. Amar no es tanto dar lo mejor de sí, como "dar lo mejor de mí que sea lo más adecuado para ti".
Amar es cuidar del otro, pero de acuerdo con lo que el otro necesita como cuidado, es hacer feliz al otro con lo que lo pueda hacer feliz; es, antes que nada, conocerlo para saber de sus gustos, sus inclinaciones, sus anhelos.
Conocer al otro, a la otra; esa es la clave. No lo hacemos cuando pretendemos que nos dé gusto con cada acto de su vida. Sí, cuando al reconocer su forma particular de ser, buscamos la manera de acoplar, de ensamblar la suya con la nuestra.
No es invertir la ecuación y volvernos como nuestros hijos, "darles gusto en todo", como dicen los que se quejan, sino compartir con ellos o con ellas, reconociendo su forma particular de ser, de comprender, de integrar las experiencias. A su ritmo, a su tiempo, a su modo para que puedan descubrir e integrar también, los nuestros.
Es un diálogo en el que, en principio, hablamos dos lenguas diferentes: la lengua del adulto y la lengua del joven. Sería una insensatez pretender que nuestro lenguaje es el que deben entender todos quienes nos escuchen. Solo lo entenderán quienes lo hayan aprendido, quienes hayan contado con el tiempo y el método adecuados para comprenderlo y utilizarlo.
Antes de ese momento, es imprescindible que respetemos su idiosincrasia, su modo, su momento. Es decir, aprender su lenguaje para saber cómo mostrarle el nuestro.
Más adelante, cuando haya dos lenguajes, el suyo y el mío, habremos creado la posibilidad de entendimiento entre dos seres diferentes y únicos. De lo contrario, tendremos en nuestros hijos e hijas, más bien, un pobre remedo de lo que yo quise hacer de ellos, sin que se parezcan del todo a mí y sin que hayan logrado claramente ser como hubiesen podido.
Conocer a los jóvenes en cualquier edad es el principio para poderlos amar, para crear el lenguaje que respete su identidad y la nuestra. De lo contrario, aunque creamos amarlos, podemos, más bien, estar avasallándolos y negándoles la posibilidad de ser, como hace todo buen impostor.